Mañana de huerto urbano

por jmfr

Se levantaron una detrás de otro, con los cuerpos aún sudados, y se ducharon juntos. Paloma no estaba para muchos juegos a aquellas horas, y Joni se sentía exhausto del día anterior, así que el agua fluyó templada y su sonido fue casi el único que se escuchó durante algunos minutos. Tampoco fue una fiesta el desayuno, aunque pronto las sonrisas se desperezaron, a medida que recordaban lo que ya habían hecho y anticipaban la agenda para el presente día.

–Estoy mayor –afirmó Joni, con fingida tristeza y sincero cansancio.

Paloma lo miró desde detrás de su taza de té y asintió muy seria antes de echarse a reír.

Eres mayor –remarcó, poniéndoselo muy fácil a su compañero, que inmediatamente siguió el ritual.

–¡Te recuerdo que me sacas cinco años!–contraatacó sin cansarse de la broma mil veces repetida.

Ella rio de nuevo, mezclándose sus risas. Ambos terminaron el desayuno con un beso y llevaron los cacharros a lavar. No todos los días de los últimos veinte años habían comenzado exactamente así, pero los elementos principales no variaban.

–Hay que pasar por la sede de Médicos del Mundo para recoger a las dos nuevas voluntarias, que se incorporan hoy al proyecto y no conocen el barrio –recordó Paloma.

Joni asintió mientras se arreglaba repetidamente el piercing de la oreja; esa era una de las pocas manías de su pareja que a Paloma le irritaban y a la que no conseguía acostumbrarse, pero qué le iba a hacer.

–También tenemos que ir a Azacán a por las semillas ecológicas de tomate, que las teníamos que haber sembrado hace dos semanas… –apuntó ella, imaginando el itinerario que tendrían que hacer antes de poder llegar a su destino.

–Sí, y es un poco tarde, no tengo claro que nos dé tiempo a llegar a Santo Toribio para ir con todo el grupo. ¿Llamas a Malika? Al menos para que sepa que, si no estamos a la hora, no tienen que esperarnos. Sobre todo porque seguro que les compis de La Ortiga se retrasan –bromeó, aunque suponía que acertaría, como la mayoría de las veces.

Paloma descolgó el teléfono –¡no tenían móvil!– y se comunicó con Malika.

Mientras tanto, Joni había terminado de vestirse, ropa cómoda y que podía ensuciarse y lavarse fácilmente, y estaba buscando los dos pares de guantes, que debían estar en el cajón de la mesilla de noche, pero que al parecer habían decidido colocarse por sí mismos en lo más alto del armario, junto a las viseras, lo cual era más lógico.

–¿Sabes si las azadas están bien? –le llegó la voz de Paloma desde el comedor–, el otro día había tres que se movían, y una incluso se soltó del palo.

Joni se sentó en la cama y trató de recordar si el día anterior las habían metido en agua, pero no pudo estar seguro.

–No lo sé; ayer estuvo la gente del Segundo Montes y la de Tejiendo Redes en los huertos, yo solo pasé a saludar y, la verdad, no me acuerdo…

Paloma entró en la habitación, recogió su visera y sus guantes y le acarició la barba casi blanca.

–Seguro que nos las arreglaremos, en todo caso –afirmó.

Las nueve de la mañana de un sábado no era fácil despertarse si por la noche te habías quedado jugando y charlando hasta las cuatro de la madrugada. Se les había ido un poco la mano con los juegos de mesa, y el grupo de animación, desde las más jóvenes hasta los ya más que maduros, habían terminado la última partida entre bostezos que se abrían como pozos diabólicos bajo el crucifijo de la sala de cultura de la parroquia de Santo Toribio. Y eso que durante la semana no habían descansado demasiado, entre el apoyo escolar, los talleres de cómic, de podcast, el grupo de teatro, la percusión, las horas de juego libre, las conversaciones a veces larguísimas, la danza del vientre, el rap, las clases de español, las de guitarra y de cajón, el beat-box. Y las clases del instituto, la universidad o los trabajos respectivos, quienes los tuvieran. La verdad era que entre cuarenta personas se podía hacer, aunque, como siempre, había quien tiraba más y había quien apenas aportaba el poco tiempo de que disponía, por lo que el grupo más compacto de diez o doce personas soportaba más peso. O podía elegir mejor las actividades, que era otra forma de verlo, ya que era quien las proponía.

En cualquier caso, aquella mañana la puntualidad estaba brillando por su ausencia, y Malika comenzaba a impacientarse. Habían quedado a las diez en la puerta de la parroquia de Santo Toribio, y pasaban ya cinco minutos cuando llegaron por el callejón las dos primeras personas, con expresiones que hubieran pintado mejor en dos resucitados.

–Vaya caras –saludó la joven, que al parecer no se había mirado la suya–, y eso que ¡vaya paliza os metimos ayer!

Marcos la miró con cara de luchador de jaula en pleno combate, pero Prinze se echó a reír y corrió a darle un beso.

–Esta noche la revancha –amenazó suavemente, como solo ella podía hacer.

–¡Esta noche voy a dormir! La semana que viene tengo un examen y aún me falta por repasar un tema…

Marcos intensificó su agresividad visual.

–¡Te van a odiar todos tus compañeros, pelota! ¿No te cansas de sacar buenas notas? –Él estaba repitiendo segundo de bachillerato, y no era el primer curso que repetía. No le caía demasiado bien Malika, aunque la admiraba.

Las dos jóvenes le miraron con ironía.

–Vamos a ser las mejores ingenieras, chaval –adujo Malika.

–Voy a diseñar un robot que juegue al fútbol mejor que tú –aseguró Prinze.

–Y al fortnite –remató la primera.

El joven bufó y se mantuvo en silencio, aunque no por mucho tiempo.

–¿Estos somos todos? –medio increpó al cabo de unos segundos.

–De momento, somos las que somos; Paloma y Joni van directas, después de recoger a las nuevas, y la peña de La Ortiga va por su cuenta –informó Malika–. Si os parece, esperamos cinco minutos más y salimos, que ya son mayorcitas para saber ir solas; ahora no vienen peques, van por la tarde, así que no tenemos que esperar si no queremos.

–Pues vamos.

Prinze se asomó por el callejón y oteó la calle Hornija a ambos lados. Desde que habían ampliado las aceras y quitado la acumulación de contenedores, se podía ver fácilmente hasta el Parque de la Paz, por un lado, y la comisaría por el otro. Algunas personas aprovechaban el solillo de mayo que ya empezaba a calentar para poblar las esquinas de calles y callejones, con los cafés en la mano y en pequeños corros de diferentes tonalidades y acentos. Ya se escuchaban risas y las primeras músicas, seguidas por los gritos de protesta de quienes aún dormían para que atenuaran el volumen.

–¡Viene Carlos! –anunció, al distinguir el contoneo provocado por el ritmo de las pedaladas sobre la vieja bici.

–Pues no se ha retrasado apenas –murmuró Malika, y también Marcos se acercó a recibirle.

Después de eso, partieron las cuatro hacia la casa de acogida para personas con SIDA, donde recogerían a otro grupo de participantes.

Las dos nuevas voluntarias eran muy jóvenes, y se les notaba una expresión de alegría algo forzada por estar en un barrio que, desde el suyo, parecería inmerso en conflictividad continua, una constante y despiadada lucha entre las capas más bajas de la sociedad por su mera supervivencia. Quizá ellas no lo hubieran formulado de esta manera, pero Paloma captó de inmediato su evolución emocional; ambas permanecían muy juntas a la puerta de la sede de MdM y observaban a las personas que pasaban con una sonrisa beatífica que pretendía dar a entender que todo iba bien y que a fin de cuentas ellas no les iban a juzgar. Al ver a Joni acercarse con el chandal no demasiado limpio de la jornada anterior, sus miradas cristalizaron y los labios se crisparon durante unos instantes, y solo mostraron una involuntaria expresión de alivio cuando los recién llegados se identificaron.

–Me alegro de conoceros por fin, Pedro aún no ha tenido tiempo de presentarnos –recibió Joni.

Zofia era estudiante de los primeros cursos de enfermería, y Yelena, de Educación Social. Habían conocido el proyecto de Mapeando Delicias por la radio, hacía un par de años, y ahora por fin habían decidido incorporarse como voluntarias en alguno de los proyectos que la Red o sus distintas entidades llevaban adelante.

Todo esto lo fueron contando en el corto trayecto que les llevó por la Avenida de Segovia hasta la tienda de Azacán.

–¡Qué fuerte!

–¡Qué pasada!

Fueron sus primeras exclamaciones al entrar en el local, embriagadas por los aromas de los productos cosméticos, rodeadas por el colorido de las ropas de comercio justo e impactadas por la variedad de alimentos ecológicos que rebosaban de las estanterías y cámaras.

En honor a la verdad, no era el mejor día para una exhibición, pues varias personas acababan de donar varios cientos de libros que aún nadie había podido colocar en algún sitio donde no estorbasen. Cuando Zofia se atrevió a subir la rampa y descubrió los miles de libros de segunda mano que se vendían para financiar los proyectos, se quedó entusiasmada y más perpleja.

–¡¿Son todos donados?!

No podía creer que la gente donara sus libros sin más; no solamente ediciones desfasadas o los típicos volúmenes coleccionables ya casi despegados, sino que podía ver todo de tipo de obras, muchas francamente modernas.

–Y las que no ves porque están en el almacén, dispuestas para el envío hacia bibliotecas de América del Sur –le explicó Jesús cuando todas se reunieron de nuevo, una vez compradas las semillas que habían ido a buscar.

–¡Tengo que volver aquí! –exclamó la joven.

Pero no hubo más tiempo, pues el huerto urbano les quedaba a casi un kilómetro de allí, y entre unas cosas y otras no iban a empezar a trabajar antes de las once. No es que calentara demasiado aún, pero estaba siendo un principio de mayo caluroso, y a las doce el sol picaría.

Decidieron tirar sin esperar a la gente de La Ortiga, que seguro que llegarían a su ritmo; les preocupaba más tener esperando a las de Santo Toribio, básicamente porque esa semana le tocaba a Paloma coordinar su parte de los juegos con las personas que vivían en la Casa de Acogida, y no era cuestión de quedarles colgados. Desde que años atrás comenzaron con el huerto, cada sábado antes de empezar las faenas agrícolas compartían unos juegos que preparaban durante la semana, por un lado en los talleres de la Casa y, por otro, alguien de los grupos de fuera. Solían ser inclusivos, para que nadie se sintiera aparte fueran cuales fueran sus capacidades físicas o psíquicas, y normalmente era una media hora divertida que compensaba los afanes con la azada y los demás aperos, aunque no siempre el dolor de espalda, a juicio de los menos optimistas.

En vez de tomar la ruta del Paseo de Juan Carlos I, volvieron por la Avenida de Segovia, con el fin de que Yelena y Zofia vieran la obras de Aramburu, que se eternizaban; ambas conocían la zona por las fotografías antiguas, y se llevaron una buena impresión del cambio. Observaban atentamente las edificaciones, con sus ostentosas cubiertas para ahorro energético, porque quedarse mirando a las personas no les parecía muy apropiado, a pesar de que Paloma y Joni parecían conocer a las suficientes como para que la inquietud se atenuara un tanto y el indeseado morbo dejase su lugar a un trato verdaderamente personal. En todo caso, estaban allí para esto, para conocer la realidad; sabían además que lo más duro se estaba dejando atrás, que la implicación de la gente en la resolución de sus problemas –o al menos en la denuncia de los mismos–, aunque lenta y poco constante, había dado sus frutos en un par de ocasiones, en que un buen número de vecinas y vecinos habían participado y reclamado que sus voces contaran a la hora de decidir cómo querían que fuese su entorno. La mayoría aún no lo había hecho, y probablemente un buen número no lo haría jamás.

La siguiente parada fue la puerta de la Casa de Acogida –a las más jóvenes les sorprendió lo cerca que estaba de la cárcel de niñas y niños de Zambrana–, aunque sus comentarios no trascendieron a los otros dos, que saludaban desde lejos a quienes ya habían llegado, intercambiando a gritos bromas que no entendían.

–Es que ayer terminamos de jugar muy tarde a un nuevo juego de mesa que ha salido por financiación colectiva en Verkami –contextualizó Paloma–, y hay ganas de revancha por parte de algunas.

–Parece que os divertisteis mucho… –expuso Zofia.

Joni se sumó a la conversación.

–Bueno, tiene una modalidad colaborativa que también tendremos que jugar, pero la de ayer era muuuy competitiva, y creo que eso a alguna le motivó tal vez demasiado –explicó lo suficientemente alto mientras ambos grupos se reunían por fin a la puerta de la Casa, y todas se echaron a reír, incluso Marcos, que había permanecido un poco alejado del grupo formado por Prinze, Malika y Carlos.

Yelena y Zofia se limitaron a sonreír.

–Me encantan los juegos de mesa –confesó Yelena.

Aquellas palabras cosecharon efusivas invitaciones inmediatas.

Luego continuaron el paseo hasta llegar al lugar donde se extendía el huerto, junto a las pistas deportivas.

Aquella mañana solo tres personas de la casa se acercaron al huerto. El resto se encontraban demasiado cansados o indispuestos, y en contra de lo que las primeras horas parecían prometer, el tiempo empeoró, levantándose un viento que trajo unas nubes que paulatinamente cubrieron el azul de un gris opresivo. Tampoco de La Ortiga llegó mucha gente, solo dos personas, que les recordaron que por la noche habría cenador vegano, pero de Santo Toribio sí se incorporaron Musta y Elsa, así que al final se habían juntado casi quince personas, por lo que pudieron practicar los juegos preparados durante la semana.

Decidieron sembrar las semillas de todo modos, no eran muchas y no les llevó mucho tiempo. También aprovecharon para escardar las plantas de guisantes, y terminaron con un riego general por goteo a pesar de que amenazara lluvia. Quien más, quien menos hizo unas fotos y las subió a las redes sociales.

–A mí no me apuntes con esa cosa –se quejó Paloma solo medio en broma cuando Yelena quiso sacarle una foto junto a las enormes berzas.

–Cree que las fotos le van a robar el alma –intervino Marcos con acidez.

–Simplemente me gusta conservar mi intimidad y mis derechos de imagen, que parece que ahora ya no se pregunta nunca –respondió la mujer con una sonrisa.

–¡Pero si estamos en la calle!

–Además, es una cuestión de buena educación, lo de preguntar.

La mayoría terminaron la mañana en el porche de la casa de acogida, donde se encontraron con otro par de personas, cuyos achaques se habían atenuado un tanto, y organizaron un pequeño campeonato de futbolín. Las dos jóvenes novatas se habían relajado bastante, mezclándose en el grupo con total confianza, así que prometieron regresar el siguiente domingo y aprovecharon que salía la gente de La Ortiga para correr hacia la parada del bus.

–¿Nos vemos esta noche para cenar en La Ortiga, entonces? –propuso Prinze ya de regreso en Santo Toribio.

–Yo paso, me apetece un poco de carne y luego dormir –rechazó Malika, a lo que se sumó Marcos.

Entre el resto hubo diferentes grados de compromiso; Carlos y Joni no aseguraron su presencia, pero Musta, Elsa y Paloma se sumaron a la idea; eso sí, pensaban dormir una buena siesta. Se despidieron entre abrazos.

–Otro éxito, ¿no? –bromeó Paloma mientras entraban en casa.

Joni sonrió.

–Hace tiempo que triunfaron. Es una suerte que aún nos dejen participar.

Se abrazaron y se durmieron en el sofá sin probar bocado.

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