Publicado originalmente en D=a=
Casi al final de mi condena por insumisión en tiempos del servicio militar obligatorio para todos los varones aptos del Reino de España, los atentados del año 2001 a las Torres Gemelas y al Pentágono cambiaron el rumbo de los acontecimientos y favorecieron una nueva oleada de imperialismo norteamericano, esta vez con la excusa de combatir el terrorismo islámico, acabada oficialmente la Guerra Fría.
Recuerdo las presiones de Estados Unidos tras su decisión vengativa y unilateral de atacar Afganistán (con el apoyo de la OTAN) y cómo la ONU se apresuró en diciembre a dar a todo aquello un barniz de legalidad (el mismo año en que había recibido el premio Nobel de la Paz junto a su Secretario General, Koffi Anan) con la autorización de la creación de la ISAF (por sus siglas en inglés, International Security Assistance Force). Ya desde el principio España colaboró (misiones humanitarias y de paz, por supuesto) pero en la calle el apoyo estaba dividido. El movimiento antimilitarista aún no había perdido del todo la fuerza social generada por la objeción de conciencia y la insumisión. Pero en algunos periódicos y revistas, los insumisos éramos «los últimos románticos», señal de lo que se nos venía encima, a la vez que se vendía la finalización de «la mili» como una dádiva del partido de derechas que entonces gobernaba tras un bigote raro.
A finales de 2002, mientras Estados Unidos preparaba la nueva invasión ilegal e ilegítima de Irak –apoyada por nuestro mandamás bajo el inapelable argumentario de «Créanme» en las Cortes– en Valladolid poníamos carteles de «No a la guerra» por las calles, hacíamos pintadas nocturnas «No más sangre por petróleo» y recibíamos insultos y algunos apoyos ocasionales por parte de quienes nos sorprendían. Éramos unos tontos, traidores y cobardes. En comparación con lo que otras personas se jugaban por sus protestas, aquello era una nimiedad y así nos la tomábamos.
Varios meses después, ya en 2003, la gala de los Goya desencadena una movilización contra la guerra de Irak que saca a la calle a millones de personas; el rechazo a la guerra supera en las encuestas el 90 % de la población española. Así y todo, España interviene, como de costumbre, diciendo que va en misión de paz.
Con los atentados de Atocha y su nefasta gestión mediática por parte del PP, las elecciones estatales conllevan un cambio de gobierno y el nuevo ejecutivo se apresura a retirar a los efectivos de Irak; eso sí, tras el mosqueo y el desprecio de Estados Unidos, se compromete aún más con la ocupación de Afganistán. Y el No a la guerra desaparece como por encanto. Quienes entendemos esto como un nuevo viraje hacia los deseos imperialistas de las élites económicas principalmente americanas y, en menor medida, patrias, volvemos a ser infantiles, tontos, traidores y sin corazón.
En fin, para no hacer de estas reflexiones una larga –y deprimente– lista de las ilegalidades cometidas por la OTAN, encabezada por los EE. UU., solo decir que esta sigue expandiéndose con el fin de constreñir a Rusia (la cual, por su parte, se embarca en su propia serie de crímenes nacionales e internacionales, y no solo en los países de su entorno) y desestabilizar su posible, aunque poco probable, relación con Europa y el foco de poder que esto supondría.
Así las cosas, los conflictos y guerras se suceden en todo el mundo, mientras China se convierte en superpotencia y se suma también a la costumbre occidental de atizar buena parte de los conflictos con el fin de hacerse con los recursos naturales y con el mismísimo territorio. Guerras que requieren que les surtamos armas, preparación militar o directamente efectivos humanos; guerras que generan refugiados a los que hay que detener mucho antes de que lleguen a nuestras fronteras, y reprimir cuando lo hagan. Muros, tecnología y países interpuestos para que los paren, sin importar el cumplimiento de los derechos humanos.
Quienes denunciamos esto somos tontos e infantiles, no hay que olvidarlo.
Mientras todo esto sucede y nos beneficiamos de ello, de pronto aparece Ucrania en el mapa. El estado más grande de Europa, sin contar Rusia, de pronto salta a las primeras páginas y todo el mundo se pregunta qué ha pasado, aunque una semana después los medios de comunicación ya nos han informado adecuadamente de que seguimos siendo los buenos. Bien, siendo así, también es fácil reconocer a los malos, o al malo, porque si podemos concentrar toda la complejidad en un solo personaje, y simplemente sentir lo que nos brindan las imágenes, todo solucionado.
La realidad es que la invasión de Ucrania por parte de Rusia es inaceptable, una violación de la legislación internacional a la que ya está acostumbrada, y esto no tiene discusión. Hay que parar la guerra. Pero esta guerra no ha sido un simple capricho de una persona, ni es algo reciente. Ucrania ha sido utilizada y sus gobernantes se han dejado utilizar por la OTAN en un proceso de desestabilización simultanea de Rusia y Europa; lógico que ahora la población, que es quien va a pagar, como siempre, con sus propias vidas, se sienta traicionada y reclame una posición más beligerante hacia el invasor.
Sin embargo, la guerra hay que pararla, y no se la va a detener con un enfrentamiento armado de gran escala ni alargándola con población civil reconvertida en guerrera. Rusia lo sabe, la OTAN lo sabe, los gobernantes de Ucrania lo saben, y todos tratan de aprovecharse para seguir moviendo ficha, para ganar todo lo posible con la desinformación y con las armas antes de llegar al punto de no retorno, bajo la amenaza de una guerra nuclear, y poder sentarse en la mesa de negociación con las mayores ventajas. Y la población les importa poco, sea la ucraniana, la rusa o la del resto de Europa (no digamos ya la de Oriente Medio o la africana, como queda demostrado en nuestras propias fronteras).
Por todo eso, y a pesar de las descalificaciones o los insultos –que, en realidad, no pesan ni a favor ni en contra– algunas gentes seguimos manteniendo el NO A LA GUERRA, el NO A LAS GUERRAS.
Las guerras empiezan aquí, ahora, en el día a día.