El sol mostraba su presencia indirectamente en la claridad de la mañana, el despertar de las plantas y en el ánimo con que mi cuerpo me permitía caminar hasta una de las fruterías de la calle Embajadores, frente al centro de formación profesional Juan de Herrera. Las nubes que ocultaban la esfera amarilla se sentían pasajeras, y su inminente desaparición pronto haría subir la temperatura en ese estío seco y prolongado.
Entré en la frutería, que olía a esa mezcla de verduras frescas que siempre me ha agradado y que me traslada a la infancia en el prado del pueblo. Había ya varias personas, que charloteaban animadamente sobre política y ciencias sociales teóricas y poco empíricas. Un señoro, seguramente cuñado de alguien, daba el cante sobre temas de actualidad y denostaba las migraciones con argumentos peregrinos. No participé en la conversación y mantuve un silencio fatigado y poco ético.
A medida que iban terminando sus pedidos, las personas fueron saliendo, siendo reemplazadas por otras que eran capaces de participar en las sesudas diatribas a pesar de pescarlas in media res. Cuando me llegó el turno, y una vez hube considerado satisfecho mi abastecimiento semanal, me dispuse a tomar las bolsas del mostrador.
El cuñado de alguien pegó entonces un grito mientras daba un salto en retroceso:
–¡Ay, señora, que le falta a usted un dedo!
Yo me hice la sorprendida:
–¡¿Qué?! ¡Fuera todas, que tiene que aparecer!
Se apartaron unas de las otras fingiendo buscarlo, pero en realidad con cierta expresión de rechazo.
–¡Ayúdenme a buscarlo! –apremié, a lo que respondieron de forma mecánica.
Después de un par de segundos, me eché a reír.
–Ha sido una broma, mi dedo se lo quedó el cirujano –confesé al círculo de personas.
Todas se echaron a reír a carcajadas ante lo absurdo de la situación, me conocían, y luego me dirigí específicamente al que había empezado el enredo y que no me conocía.
–Perdone usted, que se ha usted asustado…
El hombre dudó un segundo, se lo tomó a bien ante la presión popular y también se echó a reír.
-¡Ay, cómo eres! ¡Ay, cómo eres! –decía–, ¿y no te duele?
–Sí, señor, sí me duele, me duelen tantas cosas…
Después de la broma nos despedimos, “cuidado con los cuchillos y con las lenguas”, apostillé.
Volvía a casa a paso lento y deteniéndome cuando lo necesitaba; el sol, libre ya de nubes, abrasaba el mundo y me sentía abrumada. Pronto vi pasar al hombre de la frutería. No me saludó, quizá ni siquiera me viese o me reconociese, y continuó caminando deprisa. Poco más allá, en la esquina con Hornija, el hombre se detuvo de repente junto a mi amigo Colás, también detenido y que sujetaba su bastón frente al paso de peatones; el cuñado de alguien lo enlazó por el brazo y lo forzó a cruzar la calle en medio de gritos de ánimo:
–¡Hala, vamos, yo le ayudo a cruzar!
Colás hizo esfuerzos ímprobos para no usar el bastón como arma en respuesta a aquella agresión, y finalmente consiguió recurrir a su experimentada entereza.
–Caballero, muchas gracias, normalmente puedo cruzar yo solo cuando lo necesito.
El otro no pareció sentirse avergonzado por su actitud, más bien ofendido.
-¡Esta sí es buena! ¡Perdone, hombre, perdone! ¡Ya no se puede hacer el bien! Se han perdido todos los valores, no sé dónde vamos a llegar –decía mientras continuaba a paso vivo calle abajo, en dirección al antiguo colegio Zúmel, hoy comisaría.
Para entonces ya había llegado junto a mi amigo.
–¿Qué tal, Colás? –le saludé.
–Pues aguantando, Amparo, aguantando a esta gente que te aplasta con su ayuda sin interesarse ni preguntar por lo que necesitamos de verdad.
Colás es un filósofo práctico, ya os habréis dado cuenta.
–¿Te vienes esta tarde a las ocho a tomar un mosto en la terraza de Antonio? –sugerí. Solíamos quedar allí cada tarde un grupo de personas, no siempre exactamente las mismas, pero un grupo a fin de cuentas.
–Uno bien fresquito. Hasta luego.
Regresé a casa, refugiándome de aquel sol inclemente hasta que pudiera reunirme con mis amistades.
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